martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZADAS. Capítulo V - La gravedad y otras leyes indemostrables



Los primeros días Jota se siente ligero como una pluma. No tiene la sensación de caminar, más bien parece levitar. Como si la gravedad hubiese dejarlo de afectarle. Esa sensación, lejos de hacerle sentirse más libre, lo que hace es marearlo y sentirse inseguro. No hay nada que lo mantenga aferrado al suelo. Y le cuesta respirar. Y hace las cosas despacio, torpemente, como si lo hubiese olvidado todo y tuviese que aprenderlo de nuevo: atarse los cordones de los zapatos, llevarse la cuchara a la boca, encender la luz, lavarse los dientes. Todo le cuesta un trabajo horrible. Se ha convertido en un astronauta perdido. Como el tipo aquel de la odisea en el espacio de Kubrick, al que la crueldad de una máquina muy humana dejaba vagando por el espacio.

Los días van pasando y Jota parece asentarse cada vez más. Pisa con fuerza, incluso con demasiada fuerza, casi podríamos decir que pisa con ira. Como si cada baldosa, cada piedra del camino, guardasen el recuerdo dañino de su chica del abrigo rojo. Va pisando con seguridad, cada vez más apegado al suelo y mientras camina se da cuenta de otra cosa que no sabía: las canciones hacen daño. Mucho daño. Se da cuenta de que las canciones son armas indiscriminadas. Suena A forest de The Cure, y se le forma un nudo en la garganta. Suenan los Pixies y el nudo se le hace en el estómago. Y va sumando canciones y nudos, hasta que todo se cuerpo se retuerce en posturas imposibles. Y lo más curioso, lo que menos logra entender Jota, es que es él mismo quien pone las canciones. Es él el que se encierra en su habitación a escuchar a The Cure y a los Pixies y a Radiohead y a todos los grupos que le recuerdan el abrigo rojo y el peinado de diva del cine y sus besos y las noches pasadas de garito en garito, noches que parecían no tener final, aquellas noches en las que parecía que todo era posible y que tenían el mundo girando, al ritmo que marcaba el bombo de la batería de algún grupo indie, en sus manos.

Apenas llora. Simplemente pisa fuerte y escucha canciones. A veces se mira en el espejo y nota como le van creciendo unas ojeras violáceas poco favorecedoras. En otras ocasiones se sienta en la mesa de estudio y dibuja. Nada en concreto, lo que va saliendo. Al final siempre acaba dibujándola a ella. Ella de perfil. Ella con el vestido que la regalé por su cumpleaños. Ella patinando. Siempre se da cuenta demasiado tarde que todos los caminos conducen a ella. Porque, no sabe cómo, pero al final siempre acaba pensando en ella. Se imagina su mente como un pequeño patio de terrazo rojo y con una leve inclinación que conduce irremediablemente hasta el recuerdo de ella. Eches lo que eches al pequeño patio de su mente, todo va a acabar en ella. Las asociaciones de ideas más extrañas, las conexiones más improbables, se van a producir para que pensar en un viaje que hizo de niño con sus padres desemboque, de nuevo, en el recuerdo de la cafetería del centro de Madrid y en ella cruzando el paso de cebra con su abrigo rojo y…

Todo dejó de tener sentido un miércoles de octubre. Jota estaba en su habitación escuchando un viejo disco de Joy Division cuando llamaron al timbre. Oyó la voz de su madre en un murmullo que no le dejaba entender nada de lo que estaba diciendo. Luego oyó unos pasos por el pasillo que se iban acercando hasta su puerta. Dieron unos ligeros golpes en la puerta. Cuando abrió la puerta se encontró frente a frente con un tipo vestido de policía. Tenía los ojos azules y un bigote ridículo que le daba una expresión cómica.

- Soy el agente Martínez. Me gustaría hablar contigo de Eme.

- ¿Qué pasa con Eme?

- Hemos encontrado su cadáver está mañana…

Y no oyó nada más porque de pronto la sensación de ingravidez se incrementó. De repente sentía que solo el techo le protegía de salir volando como un globo de helio perdido por un niño en alguna fiesta. Sentía como flotaba pegado al techo. Justo a su lado, como si aquel tipo de azul estuviese haciendo anillos de humo con un cigarro imaginario, flotaba la palabra cadáver. Cadáver, cadáver, cadáver. La palabra se repetía constantemente. De hecho es lo único que podía oír y en lo único que podía pensar. El peinado de Marlene Dietrich. El abrigo rojo. Y la palidez insultante y fría de la muerte.

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