martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZADAS. Capítulo II - Mermelada Hero



Fumo tabaco mentolado. Son unos cigarrillos blancos por completo y larguísimos. Apenas saben a menta, apenas saben a nada. Pero la cajetilla es verde y me gusta. No recuerdo como es la marca, a pesar de ver los paquetes todos los días. Creo que son franceses o búlgaros o escandinavos. Los compro siempre en el mismo sitio, un estanco pequeño y con olor a madera recién barnizada. Siempre la misma secuencia. Entro y saludo con la cabeza. El dependiente me mira con una media sonrisa dibujada en la cara, se gira y me pone la cajetilla encima del mostrador. Le doy el dinero justo, cojo el tabaco y me voy. El tipo del estanco siempre lleva camisetas de Marlboro o Lucky Strike o Chesterfield. Se toma muy en serio su trabajo, por lo visto. Tiene un bigote espeso, aclarado en la parte inferior por la nicotina. Un día le vi fumar en pipa, pero se veía que aquello no era lo suyo.

Cuando había terminado pensé que me gustaría conservar sus ojos. Meterlos en un bote vacío de mermelada Hero sabor melocotón lleno de formol y dejarlos flotar eternamente. Fui a la cocina a por una cucharilla. Estuve bastante tiempo decidiendo el tamaño. Las soperas me parecían excesivamente grandes y las de café poco consistentes. Me decidí por un tamaño intermedio, una cuchara que no sabía muy bien para qué servia ni qué hacía en mi cajón. Me observé en el reflejo cóncavo. Tengo las pestañas larguísimas, casi como una estrella de Hollywood de los años cincuenta. Volví al salón y comencé con el trabajo. Apoyé la cuchara en la parte inferior del ojo y empecé a hacer palanca sobre el globo ocular. Finalmente cedió. La misma operación para la parte de arriba. Y allí quedó colgando una esfera con dos caras, como la luna. Una bellísima, de un verde cada vez más intenso, y otra cubierta de pequeños hilitos de sangre. Observé con detenimiento el nervio óptico, la cuerda sobre la que el ojo hacía puenting hasta más allá del pómulo. Recordé mis clases de neuroanatomía. Sabía que aquel nervio enviaba información visual hasta el lóbulo occipital. Sabía también que en un momento dado los dos nervios ópticos se cruzan para ir a los hemisferios contrarios. El lugar de ese cruce se llama quiasma óptico. ¿Por qué recordaba aquellas cosas? No lo sabía y tampoco me importaba. De todos modos me hizo sentir bien saber todo aquello, como si fuese un médico o un investigador admirado por todos y no como lo que era, un tipo que acababa de sacar el ojo a una chica de 17 años a la que unos minutos antes había asfixiado hasta la muerte. Guardé su abrigo rojo en el ropero y me dediqué a mirar dentro de su bolso. Un paquete mediado de Marlboro Light, unos guantes de piel y un libro de Andre Malraux. En el monedero, la foto de un chico sonriente, un chaval con una sonrisa llena de dientes blanquísimos que seguro cederían con facilidad con las tenazas que guardaba en la caja de herramientas. Miré de nuevo el cuerpo. La chica llevaba un peinado bonito, como de actriz de cine mudo o algo así. Lástima que ya no lo iba a lucir más.

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