martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZADAS. Capítulo IV - El oficio de narrar o el titiritero



Todos hemos pasado por eso. De pronto a alguna profesora lo suficientemente inexperta como para no odiar por completo aún su profesión le daba por hacer una obrita de teatro. Normalmente eran cuentos infantiles repletos de princesas encerradas, niñas ingenuas a punto de meterse en las fauces del lobo o niños de madera que actúan como los adultos. El reparto de papeles, aunque pretendía ser una cosa, era una demostración del clasismo que se da ya desde la cuna. A la niña guapa y pizpireta le toca hacer de princesa. Al chico deportista y con zapatillas de marca el del héroe. Al tímido, el villano. A los palmeros de la princesita y el deportista, papeles secundarios. El resto, lo que sobra. Los repetidores que se sientan al final de la clase y se dedican a lanzar trozos de goma de borrar al profesor de turno les encomiendan los decorados. Al final los papeles van volando y solo queda uno: el narrador. El más importante y el menos vistoso. Se trataba de colocarte lejos de la acción e ir leyendo algunos pasajes. Ni siquiera tenías que aprenderte nada de memoria. Simplemente leer. Ni siquiera salías a saludar porque nadie sabía quién eras. Te quedabas detrás del telón intentando no perderte y deseando que llegase el recreo para poder volverte más invisible aún.

Pero ahora el narrador tiene importancia. Ahora soy visible, parte fundamental del relato. Porque sin mí no hay relato, porque solo yo sé todo lo que ocurre, todo lo que ha ocurrido y todo lo que ocurrirá. Soy como un Dios, un titiritero que hace bailar los muñecos a su antojo. Y no se equivoquen: en un espectáculo de marionetas la importancia la tiene el que maneja los títeres, nunca los títeres en sí. Unas manos expertas pueden hacerte llorar haciendo bailar dos pinzas de la ropa. Sin embargo los muñecos más realistas no causaran emoción alguna sin unas manos que sepan cómo hacerlos moverse.

Hasta ahora he dejado que hablen ellos. He dejado a Jota contar como le abandonó la chica del abrigo rojo en una cafetería del centro de Madrid. Os he dejado entrever al malvado asesino que fuma cigarrillos mentolados. Incluso he otorgado un protagonismo que no tiene al amigo de Jota. Los he dejado un poco a su aire, para que los conozcáis por sus propias palabras, para que se crean que tienen algo parecido a la libertad. Pero ya se ha acabado la farsa: yo soy el narrador y yo decido sus destinos. Yo sé quién es el asesino y porque asesina. Sé quién es la misteriosa chica del abrigo rojo. Es mi decisión que lleve ese abrigo y es decisión mía que tenga un peinado como el de Marlene Dietrich. Todo lo decido yo. O más bien todo lo he decidido yo. Porque también sé qué pasará con Jota y su amigo, cuál será el próximo paso del asesino. Lo sé todo porque son mis marionetas. Aparecerán más personajes, es posible que el estanquero que le vende tabaco al psicópata de pronto adquiera una importancia que nadie espera. Es posible que aparezca un detective sueco (ahora que parece que las novelas policíacas ambientadas en los países nórdicos es lo único que se escribe) Todo puede pasar. O no.

Porque a veces los títeres cobran vida, como pinochos hechos de tinta en vez de madera. A veces tus personajes se rebelan y te hacen modificar su destino. Te hablan en sueños, se sientan junto a ti en las barras ajadas de tugurios a las tantas de la madrugada, se cruzan en pasos de cebra mientras esperas que el semáforo cambie de color. Entonces todo se desvanece. Crees ser el narrador omnipotente de una ficción inventada por ti, para darte cuenta de pronto que hace tiempo que perdiste el timón de esa embarcación. Es una sensación aterradora, como si todos los muñecos que descansan en la repisa de tu habitación cobrasen vida una noche y se dedicasen a contarte sus traumas de plástico. De pronto te sientes el psicoanalista enloquecido de una pandilla de enfermos mentales que tú mismo has creado. Aterrador.

Pero de momento nada de eso ha ocurrido. Jota y la chica del abrigo rojo y el asesino con nociones de neurociencia se pliegan con sumisión a los movimientos de mi mano. Bailan al ritmo que yo marco cada noche en el tecleo intermitente de las teclas de mi ordenador. De momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario