lunes, 17 de enero de 2011

¿Por qué sigo leyendo los libros de Nick Hornby?




Acabo de terminar de leer la última novela de Nick Hornby, Juliet, desnuda, y me ha quedado la misma sensación que me queda con todas sus novelas: decepción. Más bien una decepción condescendiente, como si estuviese juzgando la obra de un buen amigo mío y no quisiese ser demasiado cruel con la crítica.

La lectura de los libros de Nick Hornby, al menos en mi caso, siempre sigue un proceso similar. En primer lugar leo la sinapsis y me entusiasmo. Estoy deseando empezar a leerlo, me muero de ganas de tener un par de horas libres por delante para sentarme en el sillón y sumergirme en sus páginas. Empiezo a leer. Al principio todo va genial. Me rio con sus ocurrencias, sonrío con sus referencias a la cultura pop, incluso empatizo con sus personajes. A medida que sigo leyendo, todo eso se desvanece. La historia no avanza o lo hace por los caminos más trillados posibles. Y los personajes empiezan a volverse odiosos. Siempre me pasa lo mismo con los personajes de los libros de Hornby: a medida que avanza la trama se vuelven más y más insoportables. Muchas veces he leído que sus personajes son retratos muy fieles de una población muy específica: treintañeros, urbanitas, neuróticos, melómanos. Y me parece muy bien. Pero es que yo no conozco a nadie así. Tengo amigos treintañeros (yo mismo estoy a punto de pasar la frontera), que viven en grandes ciudades, a los que le gusta la música y que tienen unas cuantas neuras. Pero es que los personajes de los libros del inglés no son neuróticos, son directamente inválidos sociales ¿De verdad la gente piensa tanto en cada cosa, cada gesto, cada conducta por insignificante que sea? Cada monólogo interior (y todos los libros de Hornby se pueden resumir en pequeños monólogos) se va haciendo más y más pesado, cada ridícula duda existencial va haciendo que odies más al personaje. Así hasta que llegas a un punto en que sigues leyendo por pura inercia, para ver donde acaba tanta estupidez, porque, y eso es una virtud, los libros se leen fácil. Así hasta llegar a un final que, normalmente, de puro anodino es sorprendente.

Ahora bien, si esto es así, ¿por qué sigo leyendo sus libros? ¿Por qué pico una y otra vez si sé que voy a cogerme el mismo cabreo que la vez anterior? Pues porque soy un poco neurótico y estoy cerca de la treintena y me encanta la música independiente y el fútbol. Y el cabrón (perdón) de Nick Hornby habla de Teenage Funclub y Bob Dylan en sus libros, y escribió uno entero sobre fútbol. Y el mamón (perdón) de Nick Hornby escribe sobre grupos que no conoce nadie y sobre algo tan denostado como el fútbol, y, además de vender miles de ejemplares, la crítica le considera un buen escritor. Porque, en definitiva, soy un mitómano y un freak y cualquier cosa en la que se haga referencia a The Smiths (por decir un grupo al azar) me va a gustar (por ejemplo la película 500 días contigo, un dos tres responda otra vez)

Así que también caeré en el próximo libro. Seguramente lea una referencia por ahí sobre la trama en la que aparecerá un rockero suicida o un futbolista de tercera que quiere volver a la élite o cualquier otro anzuelo parecido, y volveré a picar y me volveré a cabrear cuando el protagonista en cuestión se pase diez páginas divagando sobre si tiene que llamar a la camarera del pub que le ha guiñado un ojo o no debe hacerlo.

lunes, 10 de enero de 2011

El placer de escribir


Decía Fresán acerca de Roberto Bolaño en un documental sobre el escritor chileno, que una de las cosas que más le sorprendía es que cuando hablaba con escritores jóvenes sobre los libros de Bolaño estos solían resaltar que leerlos les daba ganas de escribir. Eso es algo que, al menos a mí, me ha pasado. A los que tenemos el gusanillo de la literatura, leer Los Detectives Salvajes convierte el gusanillo en una tenia de veinte metros. Hay escritores, libros, historias que tienen esa cualidad. Y hay otros libros en los que se puede apreciar, con total precisión, el placer que sintió su autor al escribirlos. El libro que acabo de leer, Todo es silencio, es un claro ejemplo de esto último.

Realmente me acerqué a esta novela de Manuel Rivas por la trama. Cuando se presentó la novela leí en varios sitios que trataba sobre el narcotráfico gallego. El tema me llamó la atención y apunté el título en la lista de futuribles.

¿Qué esperaba? No sé exactamente. Algo así como El poder del Perro pero en las rías baixas. Un Toni Soprano con acento gallego, que en vez de atiborrarse de comida italiana lo hiciese de percebes. Violencia con denominación de origen. Un ritmo trepidante. En definitiva, un thriller hiperacelerado de esos que nos venden desde EE. UU. empaquetados como un video clip hecho por un enfermo de Parkinson. Más o menos eso era lo que esperaba. Pero no he encontrado nada de eso.

El ritmo es pausado. Bueno, más que pausado es oscilante, adaptándose perfectamente a la trama: acelerando donde hay que acelerar y amainando cuando tiene que hacerlo. La trama es sencilla, incluso simple. Una historia mil veces contada y mil veces oída, pero que sigue funcionando. Como ese chiste que siempre cuentas en las fiestas y que todo el mundo sigue riendo con ganas. Como esa anécdota infalible que hay que narrar entre el tercer y el cuarto gin tonics para llevarte a la rubia del escote. Simples pero infalibles. Los personajes son también arquetípicos, pero están bien construidos. Destaca, para mí, el personaje del Mariscal. El viejo jefe, vestido de pariente rico que ha hecho las américas con fortuna. Aunque me espantan bastante los latinajos que suelta con cierta frecuencia (más por culpa mía que por culpa suya: traumas del BUP), me encanta el aura de misterio. Los trajes blancos, los sombreros panamá, las frases que no dejan lugar a la réplica. Me lo imagino con bigote, un bigote de esos apenas esbozados, una pelusilla elegante encima del labio, como de otro siglo. El resto de personajes también tienen su encanto: Brinco, Fins Malpica, Leda. Y Chelín. No me acordaba de Chelín. Chelín el hijo del zahorí, el bufón del grupo, el tonto al que se le consiente porque hace gracia. El que acaba metido hasta las trancas en todo: en la droga y en el narco. Viviendo las dos caras del negocio: la buena y la mejor. Porque es un yonki que quiere serlo. Él lo dice: hago esto porque me sienta bien. Sus monólogos en la Escuela de los Indianos mientras se prepara la dosis es de lo mejor de la novela.

Así que tenemos una historia ya contada y unos personajes mil veces vistos. ¿Para qué leer la novela entonces? Por el placer de leer. Porque Rivas escribe por el placer de escribir. Al final la historia es una simple excusa para escribir. La trama deja de ser lo más importante y las palabras, las simples palabras, cobran todo el protagonismo. El detalle cobra importancia. El mar guía el ritmo de la lectura (“Todo lo bueno viene del mar”) Cada palabra parece elegida con minuciosidad, como si la novela realmente fuese un puzle gigante en el que cada pieza debe ir en su sitio (¿y no son así todas las novelas? Es decir, muchas veces da la impresión que los libros, todos los libros, hace tiempo que están escritos y que lo único que hay que hacer es encontrar las palabras y ponerlas en el lugar adecuado para que se dejen ver. Puzles invisibles y puñeteros, eso son los libros) Y lo milagroso es que Rivas ha conseguido encajar todas las piezas. No hay ni una sola palabra fuera de lugar. Ninguna coma sobra, ningún diálogo, ningún signo de exclamación. Todo en su sitio.

A veces el oficio de escritor es como el del arqueólogo. Buscar y buscar. Palabras y huesos. Y cuando encuentras lo que estás buscando, sacar un cepillito pequeño y cepillar para eliminar los restos que puedan dificultar el análisis. No todos los escritores son capaces de sacar el cepillito. Muchos colocan el hueso cubierto del polvo de cien siglos y, claro, el texto se llena de suciedad y el lector lo único que hace es toser y toser. Otros cepillan tanto que al final llegan al tuétano del hueso y éste pierde todo el valor. El verdadero oficio, lo que se gana con los años y con el talento, es cepillar lo justo y necesario. Ni mucho ni poco. Dejar el hueso en perfecto estado para que al encontrar el siguiente encaje perfectamente. Y al final, cuando ya no quedan más huesos, poder alejarte y ver el majestuoso esqueleto de un Tiranosaurio Rex erguido en toda su plenitud.