martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VIII - Fantasmas


¿Qué hacer con los fantasmas? Podría hacer como el resto de los compañeros de la comisaria: fingir que no existen. O imaginarlos como ridículas sábanas blancas con una cadena oxidada chirriando en caserones deshabitados. ¿Pero qué se puede hacer cuando te visitan por las noches? ¿Qué hacer cuando te agarran de los pies en la cama con sus dedos gélidos y tiran de ti con fuerza? ¿Qué hacer cuando te sacan de la cama a las cuatro de la mañana y te cuentan con su aliento putrefacto todas sus miserias? Abusar del whisky es una solución momentánea. Fumar convulsivamente ayuda. Anestesiarse frente al sillón a ver estúpidos programas de la teletienda mientras las primeras luces del día van formando sombras siniestras en el salón. Llegar al trabajo con la camisa manchada de café, con las ojeras macilentas rebosando los pómulos, con el humor enrarecido, con la voz ronca de tanto fumar. Sentarse en la mesa, tomar más café, chillar a algún subordinado. Y luego relajarte en soledad. Dejarte mecer por el traqueteo rítmico de los teclados, hipnotizarte con el sonido repetitivo del teléfono que no deja de sonar, anestesiarte con el murmullo como de palomas histéricas que se cuela por debajo de la puerta. A media mañana echar un vistazo somero a los expedientes que se acumulan sobre la mesa. Y ahí están de nuevo los fantasmas. Escapándose hábilmente de las carpetas cerradas. Susurrándote suavemente sus canciones de ultratumba.

Siempre hay algún fantasma que eleva su voz por encima del resto, siempre hay alguno que destaca sobre el coro infernal. Fantasmas barítonos de voz estridente. Casi siempre con la voz aún sin formar de los niños o con la voz dulce de adolescentes a las que no dejaron crecer más. Ahora tenía aquel caso. Una chica de diecisiete años, Eme. Mira su foto en el expediente. Se la ve sonriente, llena de vida. Ojos verdes, peinado extraño, lunar en el pómulo. Pasa las hojas despacio. No quiere hacerlo pero las pasa. Llega a las fotos del cadáver. Y los fantasmas empiezan a cantar. Casi puede verlos colocados en formación de coral. Cada uno con sus taras. Decapitados, quemados, mutilados, violados. Cantan en susurros hasta que de pronto surge una voz cada vez más alta. La voz de Eme, está seguro. Canta en su oído. Clama justicia o venganza, o las dos cosas (“¿acaso no son la misma cosa? ¿Sabrías distinguir entre justicia y venganza?” le susurra el fantasma de eme al oído) Y sabe que nada de eso es real. Sabe que todo es producto de la falta de sueño, de la alcoholización progresiva, del exceso de café y de tabaco. Se está haciendo viejo, eso también lo sabe. Cada vez le cuesta más llevar a cabo su trabajo. Cada vez le afecta más toda la mierda que debe tragar cada día. Reuma en el alma lo llamaba su viejo jefe. Son muchos años contemplando cada día las atrocidades más impensables, son muchos casos que se quedaron sin resolver, son muchos fantasmas acariciándolo con sus dedos muertos. Y sabe también que la única forma de librarse de los fantasmas, al menos de manera parcial, es atrapando a los tipos que los convirtieron en almas en pena. Es lo único que puede hacer para poder volver a dormir del tirón, para dejar el whisky, para volver a ser el hombre que algún día fue. Pero se siente sin fuerzas para luchar. Son ya muchos años, muchos casos sin resolver, muchas noches en vela. Demasiado para un viejo como él.

Llaman a la puerta con un toque ligero, seguramente por miedo a hacerlo enfurecer.

- Adelante.

- Comisario, está aquí el chico.

- ¿Qué chico?

- El novio de la chica que encontramos el otro día… ya sabe… esto… sin ojos.

Se queda en silencio. Los fantasmas vuelven a entonar nanas satánicas. Por un momento piensa que el agente parado en la puerta con cara de susto también puede oírlos. Luego se da cuenta de que es imposible: es demasiado joven y lleva muy poco tiempo en el cuerpo para que los fantasmas le molesten. El chico. Estaba seguro de que no tenía nada que ver, pero aun así había que hablar con él.

- Llévalo a la sala tres y que espere allí.

- A sus órdenes comisario.

El agente se fue cerrando la puerta con delicadeza. Se dejó caer contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos y por su mente desfilaron de nuevo todos los fantasmas. Se detuvo en la imagen. Busco a Eme entre ellos. Miró con determinación a las cuencas vacías de sus ojos. “Te prometo que le voy a encontrar” Sabía que era una promesa estúpida, pero sentía la necesidad de hacérsela. A ella y a él. Encuentro al tipo que te hizo eso y me jubilo.

Se levantó despacio, cogió su chaqueta y cerró de un portazo para acallar los lamentos quejumbrosos que aún se podían oír en su despacho.

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VII - Zombie (Café & Sandwich)



Le meten en un coche. Una sirena ulula enloquecida, como una lechuza afónica y moribunda. Los destellos rojos y azules pintan el asfalto. Suenan interferencias y hombres recios que huelen a tabaco se dirigen a él. Pero no escucha. No es capaz de sacar de su mente el canto demente de la sirena.

El coche aparca con un frenazo. Le bajan cogiéndolo de las axilas. Se deja hacer. Un pelele. Una marioneta con los hilos rotos. Entran en un lugar lleno de gritos. Ve a una mujer de aspecto indígena gesticular ostensiblemente ante un mostrador. Ve a un hombre uniformado escribir con parsimonia tras el mostrador. Ve chicos jóvenes con piercings sangrantes y mujeres con la minifalda a la altura de las caderas y tipos sospechosos con la mirada torcida. Lo ve todo sin mirar. Hace tiempo que todo lo que ve ha adquirido el contorno acuoso de las pesadillas. Un mal viaje sin LSD.

Lo sientan en una sala silenciosa. Hay un fluorescente que emite parpadeos amenazantes. Hay una mesa llena de muescas. Hay dos sillas y una papelera en un rincón. Ninguna decoración. Un cuarto espartano. El retiro de un filósofo empeñado en descubrir el sentido exacto de la vida. Pasa el tiempo. Es difícil precisar el tiempo dentro de los sueños. Puede ser minutos o años enteros. Es imposible discriminar colores en las pesadillas. Su mirada se fija en la papelera del rincón. Se agarra a ella como si fuese lo único real de todo aquello. Una papelera de oficina. Normal. Cotidiana. Casi obscena en su normalidad. Pero es necesario para él encontrar algo real entre todo aquel caos.

Entra un hombre. Está sudando. Lleva barba de varios días. El cuello de la camisa manchado por algo indescifrable. Se sienta frente a él. Le ofrece un cigarrillo. Jota rechaza con un ademán. El hombre se enciende el suyo con parsimonia estudiada, sin quitar sus ojos de los de Jota. Son unos ojos acuosos, como los de un perro abandonado en mitad de la carretera.

- ¿Cómo te llamas chico?

- Jota

- Mmmm. Bien

La habitación se llena de silencio y del humo azulado del cigarro. El hombre asiente con delicadeza. Como si con el dato del nombre todos los cabos se hubiesen atado de golpe.

- ¿Te suena?

Lanza unas fotografías hacia donde está sentado Jota. Jota se mueve con lentitud, con inexperiencia, como si de pronto hubiese olvidado como realizar cada uno de los movimientos de su cuerpo y necesitase muchísima concentración para dar con la secuencia de músculos, tendones y huesos adecuados. Mira las fotos. Cierra los ojos. Siente como la arcada le sube por la garganta. Siente la bilis quemándole la tráquea. Se levanta con una rapidez que parecía impensable hace unos segundos y se arrodilla junto a la papelera. Vomita con estruendo, con la cabeza metida en los bordes de la papelera.

Ella sin ojos. Ella sin ojos. Ella sin ojos. Es lo único en lo que puede pensar. Dos agujeros vacios. Nada más. No es su cara. No hay ojos. Pero ahí estaban sus labios inconfundibles. El lunar en el pómulo. La nariz aguileña. Sus pendientes, incluso se fijó en sus pendientes. Pero no había ojos. Solo dos agujeros.

Volvió a la silla. Un hilillo de baba colgándole de la comisura de los labios. El hombre permanecía impasible, fumando en la silla enfrente de Jota. Miraba con sus ojos de San Bernardo todos los movimientos de Jota.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Abrió una rendija y gritó:

- Martín, trae sándwiches y café que esto va a ir para largo.

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VI - El lado oscuro de la normalidad


El señor F. es un hombre normal. Viste un poco anticuado, con trajes de tweed pasados de moda. Algunos días de invierno lleva un sombrero de hongo un tanto ridículo. Le apasionan las películas de John Ford y de Sam Peckinpah. Acude cada martes a la biblioteca pública de su barrio y escoge libros de John Grisham y de Larry Collins y algunos tratados sesudos sobre el funcionamiento del cerebro. La bibliotecaria, una chica joven con la cara pálida y las ojeras marcadas, siempre le sonríe con amabilidad. Se podría decir que incluso con un poco de coquetería. La bibliotecaria ve algo atractivo y bestialmente sexual en los educados modales de internado inglés del señor F.

El señor F. tiene un perro llamado Syd Barrett. Es un Golden tuerto del ojo izquierdo que se mantiene alejado de todo el mundo y solo menea el rabo cuando su dueño le llena el recipiente del agua de bourbon dulzón. El señor F. le suele contar sus tribulaciones a la masa indiferente que conforma el bueno de Syd Barrett en su rincón.

- Los muertos hablan, Syd, viejo amigo. La gente cree que no, pero los muertos gritan. Claro que la gente es estúpida. Pero eso ya lo sabemos, ¿verdad Syd?

El señor F. es un hombre normal. Vive en un piso pequeño decorado espartanamente. Tiene un trabajo insignificante, sigue a un equipo de fútbol que nunca gana. Le gustan los domingos de lluvia, el vermú de grifo, los caracoles picantes. Disfruta con los fuegos artificiales, el sabor de los caramelos de cubalibre, los tejados de pizarra. Nada del otro mundo. Un tipo más como los cientos con los que nos cruzamos por la calle cada día. Nada de especial. Quizás el sombrero hongo y los trajes de tweed. Quizás el olor dulzón de los cigarrillos mentolados. Puede que un cierto interés desmedido y un tanto exótico por ciertos temas relacionados con el funcionamiento del cerebro o la anatomía cerebral humana. Pero nada que llame la atención en exceso. ¿Quién no tiene un hobby un tanto peculiar? Todos escondemos nuestras pequeñas aficiones de las que nos avergonzamos.

Al señor F. sus compañeros de trabajo le tienen un aprecio moderado. Sus vecinos le dan los buenos días educadamente. La bibliotecaria le sonríe coquetamente. Los niños que juegan al fútbol en la plaza le piden el balón con un por favor y un señor por delante. Callado. Tímido. Solitario. Pero totalmente inofensivo. Algunos domingos le veíamos pasear por el parque con un perro tuerto. No, jamás oímos ruidos extraños. Un poco raro, pero muy educado. Todo eso dirían sus vecinos en el telediario de las tres. Eso si algún día le atrapan, cosa harta difícil. Porque los muertos hablan, gritan, patalean; pero muy poca gente los escucha. El señor F. sí. Los escucha y los mira a los ojos. Frente a su sillón se amontonan, en escrupuloso orden, una veintena de tarros de cristal. En su interior, como pequeños fetos, flotan los ojos de veinte mujeres. Ojos verdes, azules, algunos amarillentos, la mayoría marrones. Ojos temblorosos, titilantes, gelatinosos, obscenos, grotescos.

- Los muertos nos observan, Syd, ya deberías saberlo. Los muertos nos vigilan y luego gritan nuestros nombres. Por eso yo me aseguro de que me miren solo cuando yo quiero. La gente no sabe nada de esto. La gente entierra a sus muertos, pensando que así no les ven. La gente no escucha. Pasean sonriendo como estúpidos. Van a los centros comerciales a comprar con compulsión. Tienen hijos. Copulan como animales sin pensar en las consecuencias. La gente es repugnante, ¿verdad Syd? Pero tú y yo eso lo sabemos hace tiempo. Y vamos a poner remedio. Poco a poco… Los muertos gritan y patalean y nos miran con los ojos vidriosos… Pero yo controlo sus miradas y sus voces y ya apenas me molestas sus gritos por las noches… ¿Un poco de Bourbon, Syd? Claro que sí, viejo amigo.

VIDAS CRUZADAS. Capítulo V - La gravedad y otras leyes indemostrables



Los primeros días Jota se siente ligero como una pluma. No tiene la sensación de caminar, más bien parece levitar. Como si la gravedad hubiese dejarlo de afectarle. Esa sensación, lejos de hacerle sentirse más libre, lo que hace es marearlo y sentirse inseguro. No hay nada que lo mantenga aferrado al suelo. Y le cuesta respirar. Y hace las cosas despacio, torpemente, como si lo hubiese olvidado todo y tuviese que aprenderlo de nuevo: atarse los cordones de los zapatos, llevarse la cuchara a la boca, encender la luz, lavarse los dientes. Todo le cuesta un trabajo horrible. Se ha convertido en un astronauta perdido. Como el tipo aquel de la odisea en el espacio de Kubrick, al que la crueldad de una máquina muy humana dejaba vagando por el espacio.

Los días van pasando y Jota parece asentarse cada vez más. Pisa con fuerza, incluso con demasiada fuerza, casi podríamos decir que pisa con ira. Como si cada baldosa, cada piedra del camino, guardasen el recuerdo dañino de su chica del abrigo rojo. Va pisando con seguridad, cada vez más apegado al suelo y mientras camina se da cuenta de otra cosa que no sabía: las canciones hacen daño. Mucho daño. Se da cuenta de que las canciones son armas indiscriminadas. Suena A forest de The Cure, y se le forma un nudo en la garganta. Suenan los Pixies y el nudo se le hace en el estómago. Y va sumando canciones y nudos, hasta que todo se cuerpo se retuerce en posturas imposibles. Y lo más curioso, lo que menos logra entender Jota, es que es él mismo quien pone las canciones. Es él el que se encierra en su habitación a escuchar a The Cure y a los Pixies y a Radiohead y a todos los grupos que le recuerdan el abrigo rojo y el peinado de diva del cine y sus besos y las noches pasadas de garito en garito, noches que parecían no tener final, aquellas noches en las que parecía que todo era posible y que tenían el mundo girando, al ritmo que marcaba el bombo de la batería de algún grupo indie, en sus manos.

Apenas llora. Simplemente pisa fuerte y escucha canciones. A veces se mira en el espejo y nota como le van creciendo unas ojeras violáceas poco favorecedoras. En otras ocasiones se sienta en la mesa de estudio y dibuja. Nada en concreto, lo que va saliendo. Al final siempre acaba dibujándola a ella. Ella de perfil. Ella con el vestido que la regalé por su cumpleaños. Ella patinando. Siempre se da cuenta demasiado tarde que todos los caminos conducen a ella. Porque, no sabe cómo, pero al final siempre acaba pensando en ella. Se imagina su mente como un pequeño patio de terrazo rojo y con una leve inclinación que conduce irremediablemente hasta el recuerdo de ella. Eches lo que eches al pequeño patio de su mente, todo va a acabar en ella. Las asociaciones de ideas más extrañas, las conexiones más improbables, se van a producir para que pensar en un viaje que hizo de niño con sus padres desemboque, de nuevo, en el recuerdo de la cafetería del centro de Madrid y en ella cruzando el paso de cebra con su abrigo rojo y…

Todo dejó de tener sentido un miércoles de octubre. Jota estaba en su habitación escuchando un viejo disco de Joy Division cuando llamaron al timbre. Oyó la voz de su madre en un murmullo que no le dejaba entender nada de lo que estaba diciendo. Luego oyó unos pasos por el pasillo que se iban acercando hasta su puerta. Dieron unos ligeros golpes en la puerta. Cuando abrió la puerta se encontró frente a frente con un tipo vestido de policía. Tenía los ojos azules y un bigote ridículo que le daba una expresión cómica.

- Soy el agente Martínez. Me gustaría hablar contigo de Eme.

- ¿Qué pasa con Eme?

- Hemos encontrado su cadáver está mañana…

Y no oyó nada más porque de pronto la sensación de ingravidez se incrementó. De repente sentía que solo el techo le protegía de salir volando como un globo de helio perdido por un niño en alguna fiesta. Sentía como flotaba pegado al techo. Justo a su lado, como si aquel tipo de azul estuviese haciendo anillos de humo con un cigarro imaginario, flotaba la palabra cadáver. Cadáver, cadáver, cadáver. La palabra se repetía constantemente. De hecho es lo único que podía oír y en lo único que podía pensar. El peinado de Marlene Dietrich. El abrigo rojo. Y la palidez insultante y fría de la muerte.