viernes, 16 de noviembre de 2012

Personas importantes



A los 7 años yo era un terremoto, un niño de los que si hubiese vivido en la actualidad estaría diagnosticado de TDAH y anestesiado a base de Ritalín en vena. Por suerte aquellos eran otros tiempos y algo con un nombre como TDAH estaba más cerca de ser un androide de la guerra de las galaxias que un trastorno. Y por suerte también, tuve la inmensa fortuna de dar con una serie de profesores que supieron “enderezar” mi comportamiento. Sus recetas fueron dos cualidades relativamente sencillas: paciencia y empatía. Dos cualidades que, por desgracia, parecen haber ido mermando no solo en el gremio de la educación sino en toda la sociedad.

Todo esto viene a cuento porque me acabo de enterar que uno de esos profesores de mi infancia acaba de fallecer. Se trata de la señorita Isabel, que fue profesora mía en primero y segundo de EGB y que, a pesar del tiempo pasado desde entonces, jamás he olvidado (como creo que le ocurre al 99% de alumnos suyos)
Es curioso. A veces no somos conscientes de la importancia que han tenido determinadas personas en nuestra vida. Somos tan estúpidos que a veces tienen que ocurrir cosas tan trágicas como la muerte de alguien para pararnos a reflexionar la importancia que tuvieron determinadas personas en nuestras vidas. Desde que me enterado de la terrible noticia no he parado de pensar en que mi vida, mi forma de ser, mi personalidad actual no hubiese sido la misma si por mi vida no hubiesen pasado personas como la señorita Isabel o Don Domingo. Ahora que la educación pública está siendo víctima de ataques brutales, ahora que el trabajo de los profesores es puesto en entredicho casi diariamente, ahora que ser profesor es casi una profesión de riesgo, ahora es el momento de que todos recordemos a aquellos profesores (o maestros, que es una palabra, creo, mucho más bonita) que resultaron fundamentales en nuestra vida muchas veces sin que seamos conscientes de ello.

Estoy casi seguro que la familia de la señorita Isabel no va a leer esto, pero aun así me gustaría decirles lo muchísimo que siento su pérdida y agradecerles (tarde, es cierto, como tantas veces nos pasa) lo mucho que me enseñó, lo mucho que me ayudo, lo importante que resultaron aquellos dos años en mi vida. Y cuando pase todo el dolor (que siempre pasa, que el tiempo es, casi siempre, la mejor cura) recuerden que como yo, hay cientos de niños que se convirtieron en buenas personas por ella. Y eso es mucho más de lo que podemos decir la mayoría de las personas.

martes, 29 de noviembre de 2011

El día que murió George Harrison



El día que murió George Harrison yo ya tenía la consciencia suficiente y había oído la suficiente música como para saber que todos habíamos muerto un poco también. Y nos van quitando la ilusión y la esperanza poquito a poco, con cánceres de garganta y disparos en Nueva York y los 60 años de Bob Dylan cada vez dejan menos lugar a la esperanza y el no saber nada de Ringo y que Paul pierda a Linda y que Stanley Kubrick no llegase al 2001 ya nos sonó un poco a epitafio.

El día que murió George Harrison hacía sol por aquí y el viento no me quiso decir nada hasta las 12 del mediodía. El nudo, la pena y My sweet lord todo en la boca del estomago y Something martilleando mi cabeza a ritmo de sitar y Frank Sinatra dijo una vez que Something era la canción de amor más maravillosa del mundo y el día que murió George Harrison yo estuve de acuerdo con Frank Sinatra.

Ya hay más al otro lado que a este y eso siempre es malo, cuando los buenos muertos ganan en número a los buenos vivos hay que empezar a preocuparse.

El día que murió George Harrison fue un día malo, como estar pegando patadas a un balón durante horas y no lograr que avance ni un metro o algo parecido. Pasaron las horas y se fue la luz y a nadie por aquí parecía importarle verdaderamente que hubiese muerto y eso me cabrea y eso me da rabia. Seguro que más de uno de estos ignorantes con monos de trabajo, más de uno de estos estúpidos camareros de manos limpias y cuidadas, más de un camionero zafio y embrutecido se ligo a su mujer mientras bailaban Yesterday en algún baile de pueblo. Puta vida, los años y el trabajo, los hijos y las obligaciones, los días y las noches, hacen que olvides momentos como estar bailando Yesterday con una niña maravillosa un domingo de 1970 bajo la luz de la luna. Puta vida.

martes, 30 de agosto de 2011

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VIII - Fantasmas


¿Qué hacer con los fantasmas? Podría hacer como el resto de los compañeros de la comisaria: fingir que no existen. O imaginarlos como ridículas sábanas blancas con una cadena oxidada chirriando en caserones deshabitados. ¿Pero qué se puede hacer cuando te visitan por las noches? ¿Qué hacer cuando te agarran de los pies en la cama con sus dedos gélidos y tiran de ti con fuerza? ¿Qué hacer cuando te sacan de la cama a las cuatro de la mañana y te cuentan con su aliento putrefacto todas sus miserias? Abusar del whisky es una solución momentánea. Fumar convulsivamente ayuda. Anestesiarse frente al sillón a ver estúpidos programas de la teletienda mientras las primeras luces del día van formando sombras siniestras en el salón. Llegar al trabajo con la camisa manchada de café, con las ojeras macilentas rebosando los pómulos, con el humor enrarecido, con la voz ronca de tanto fumar. Sentarse en la mesa, tomar más café, chillar a algún subordinado. Y luego relajarte en soledad. Dejarte mecer por el traqueteo rítmico de los teclados, hipnotizarte con el sonido repetitivo del teléfono que no deja de sonar, anestesiarte con el murmullo como de palomas histéricas que se cuela por debajo de la puerta. A media mañana echar un vistazo somero a los expedientes que se acumulan sobre la mesa. Y ahí están de nuevo los fantasmas. Escapándose hábilmente de las carpetas cerradas. Susurrándote suavemente sus canciones de ultratumba.

Siempre hay algún fantasma que eleva su voz por encima del resto, siempre hay alguno que destaca sobre el coro infernal. Fantasmas barítonos de voz estridente. Casi siempre con la voz aún sin formar de los niños o con la voz dulce de adolescentes a las que no dejaron crecer más. Ahora tenía aquel caso. Una chica de diecisiete años, Eme. Mira su foto en el expediente. Se la ve sonriente, llena de vida. Ojos verdes, peinado extraño, lunar en el pómulo. Pasa las hojas despacio. No quiere hacerlo pero las pasa. Llega a las fotos del cadáver. Y los fantasmas empiezan a cantar. Casi puede verlos colocados en formación de coral. Cada uno con sus taras. Decapitados, quemados, mutilados, violados. Cantan en susurros hasta que de pronto surge una voz cada vez más alta. La voz de Eme, está seguro. Canta en su oído. Clama justicia o venganza, o las dos cosas (“¿acaso no son la misma cosa? ¿Sabrías distinguir entre justicia y venganza?” le susurra el fantasma de eme al oído) Y sabe que nada de eso es real. Sabe que todo es producto de la falta de sueño, de la alcoholización progresiva, del exceso de café y de tabaco. Se está haciendo viejo, eso también lo sabe. Cada vez le cuesta más llevar a cabo su trabajo. Cada vez le afecta más toda la mierda que debe tragar cada día. Reuma en el alma lo llamaba su viejo jefe. Son muchos años contemplando cada día las atrocidades más impensables, son muchos casos que se quedaron sin resolver, son muchos fantasmas acariciándolo con sus dedos muertos. Y sabe también que la única forma de librarse de los fantasmas, al menos de manera parcial, es atrapando a los tipos que los convirtieron en almas en pena. Es lo único que puede hacer para poder volver a dormir del tirón, para dejar el whisky, para volver a ser el hombre que algún día fue. Pero se siente sin fuerzas para luchar. Son ya muchos años, muchos casos sin resolver, muchas noches en vela. Demasiado para un viejo como él.

Llaman a la puerta con un toque ligero, seguramente por miedo a hacerlo enfurecer.

- Adelante.

- Comisario, está aquí el chico.

- ¿Qué chico?

- El novio de la chica que encontramos el otro día… ya sabe… esto… sin ojos.

Se queda en silencio. Los fantasmas vuelven a entonar nanas satánicas. Por un momento piensa que el agente parado en la puerta con cara de susto también puede oírlos. Luego se da cuenta de que es imposible: es demasiado joven y lleva muy poco tiempo en el cuerpo para que los fantasmas le molesten. El chico. Estaba seguro de que no tenía nada que ver, pero aun así había que hablar con él.

- Llévalo a la sala tres y que espere allí.

- A sus órdenes comisario.

El agente se fue cerrando la puerta con delicadeza. Se dejó caer contra el respaldo de la silla. Cerró los ojos y por su mente desfilaron de nuevo todos los fantasmas. Se detuvo en la imagen. Busco a Eme entre ellos. Miró con determinación a las cuencas vacías de sus ojos. “Te prometo que le voy a encontrar” Sabía que era una promesa estúpida, pero sentía la necesidad de hacérsela. A ella y a él. Encuentro al tipo que te hizo eso y me jubilo.

Se levantó despacio, cogió su chaqueta y cerró de un portazo para acallar los lamentos quejumbrosos que aún se podían oír en su despacho.

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VII - Zombie (Café & Sandwich)



Le meten en un coche. Una sirena ulula enloquecida, como una lechuza afónica y moribunda. Los destellos rojos y azules pintan el asfalto. Suenan interferencias y hombres recios que huelen a tabaco se dirigen a él. Pero no escucha. No es capaz de sacar de su mente el canto demente de la sirena.

El coche aparca con un frenazo. Le bajan cogiéndolo de las axilas. Se deja hacer. Un pelele. Una marioneta con los hilos rotos. Entran en un lugar lleno de gritos. Ve a una mujer de aspecto indígena gesticular ostensiblemente ante un mostrador. Ve a un hombre uniformado escribir con parsimonia tras el mostrador. Ve chicos jóvenes con piercings sangrantes y mujeres con la minifalda a la altura de las caderas y tipos sospechosos con la mirada torcida. Lo ve todo sin mirar. Hace tiempo que todo lo que ve ha adquirido el contorno acuoso de las pesadillas. Un mal viaje sin LSD.

Lo sientan en una sala silenciosa. Hay un fluorescente que emite parpadeos amenazantes. Hay una mesa llena de muescas. Hay dos sillas y una papelera en un rincón. Ninguna decoración. Un cuarto espartano. El retiro de un filósofo empeñado en descubrir el sentido exacto de la vida. Pasa el tiempo. Es difícil precisar el tiempo dentro de los sueños. Puede ser minutos o años enteros. Es imposible discriminar colores en las pesadillas. Su mirada se fija en la papelera del rincón. Se agarra a ella como si fuese lo único real de todo aquello. Una papelera de oficina. Normal. Cotidiana. Casi obscena en su normalidad. Pero es necesario para él encontrar algo real entre todo aquel caos.

Entra un hombre. Está sudando. Lleva barba de varios días. El cuello de la camisa manchado por algo indescifrable. Se sienta frente a él. Le ofrece un cigarrillo. Jota rechaza con un ademán. El hombre se enciende el suyo con parsimonia estudiada, sin quitar sus ojos de los de Jota. Son unos ojos acuosos, como los de un perro abandonado en mitad de la carretera.

- ¿Cómo te llamas chico?

- Jota

- Mmmm. Bien

La habitación se llena de silencio y del humo azulado del cigarro. El hombre asiente con delicadeza. Como si con el dato del nombre todos los cabos se hubiesen atado de golpe.

- ¿Te suena?

Lanza unas fotografías hacia donde está sentado Jota. Jota se mueve con lentitud, con inexperiencia, como si de pronto hubiese olvidado como realizar cada uno de los movimientos de su cuerpo y necesitase muchísima concentración para dar con la secuencia de músculos, tendones y huesos adecuados. Mira las fotos. Cierra los ojos. Siente como la arcada le sube por la garganta. Siente la bilis quemándole la tráquea. Se levanta con una rapidez que parecía impensable hace unos segundos y se arrodilla junto a la papelera. Vomita con estruendo, con la cabeza metida en los bordes de la papelera.

Ella sin ojos. Ella sin ojos. Ella sin ojos. Es lo único en lo que puede pensar. Dos agujeros vacios. Nada más. No es su cara. No hay ojos. Pero ahí estaban sus labios inconfundibles. El lunar en el pómulo. La nariz aguileña. Sus pendientes, incluso se fijó en sus pendientes. Pero no había ojos. Solo dos agujeros.

Volvió a la silla. Un hilillo de baba colgándole de la comisura de los labios. El hombre permanecía impasible, fumando en la silla enfrente de Jota. Miraba con sus ojos de San Bernardo todos los movimientos de Jota.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Abrió una rendija y gritó:

- Martín, trae sándwiches y café que esto va a ir para largo.

VIDAS CRUZADAS. Capítulo VI - El lado oscuro de la normalidad


El señor F. es un hombre normal. Viste un poco anticuado, con trajes de tweed pasados de moda. Algunos días de invierno lleva un sombrero de hongo un tanto ridículo. Le apasionan las películas de John Ford y de Sam Peckinpah. Acude cada martes a la biblioteca pública de su barrio y escoge libros de John Grisham y de Larry Collins y algunos tratados sesudos sobre el funcionamiento del cerebro. La bibliotecaria, una chica joven con la cara pálida y las ojeras marcadas, siempre le sonríe con amabilidad. Se podría decir que incluso con un poco de coquetería. La bibliotecaria ve algo atractivo y bestialmente sexual en los educados modales de internado inglés del señor F.

El señor F. tiene un perro llamado Syd Barrett. Es un Golden tuerto del ojo izquierdo que se mantiene alejado de todo el mundo y solo menea el rabo cuando su dueño le llena el recipiente del agua de bourbon dulzón. El señor F. le suele contar sus tribulaciones a la masa indiferente que conforma el bueno de Syd Barrett en su rincón.

- Los muertos hablan, Syd, viejo amigo. La gente cree que no, pero los muertos gritan. Claro que la gente es estúpida. Pero eso ya lo sabemos, ¿verdad Syd?

El señor F. es un hombre normal. Vive en un piso pequeño decorado espartanamente. Tiene un trabajo insignificante, sigue a un equipo de fútbol que nunca gana. Le gustan los domingos de lluvia, el vermú de grifo, los caracoles picantes. Disfruta con los fuegos artificiales, el sabor de los caramelos de cubalibre, los tejados de pizarra. Nada del otro mundo. Un tipo más como los cientos con los que nos cruzamos por la calle cada día. Nada de especial. Quizás el sombrero hongo y los trajes de tweed. Quizás el olor dulzón de los cigarrillos mentolados. Puede que un cierto interés desmedido y un tanto exótico por ciertos temas relacionados con el funcionamiento del cerebro o la anatomía cerebral humana. Pero nada que llame la atención en exceso. ¿Quién no tiene un hobby un tanto peculiar? Todos escondemos nuestras pequeñas aficiones de las que nos avergonzamos.

Al señor F. sus compañeros de trabajo le tienen un aprecio moderado. Sus vecinos le dan los buenos días educadamente. La bibliotecaria le sonríe coquetamente. Los niños que juegan al fútbol en la plaza le piden el balón con un por favor y un señor por delante. Callado. Tímido. Solitario. Pero totalmente inofensivo. Algunos domingos le veíamos pasear por el parque con un perro tuerto. No, jamás oímos ruidos extraños. Un poco raro, pero muy educado. Todo eso dirían sus vecinos en el telediario de las tres. Eso si algún día le atrapan, cosa harta difícil. Porque los muertos hablan, gritan, patalean; pero muy poca gente los escucha. El señor F. sí. Los escucha y los mira a los ojos. Frente a su sillón se amontonan, en escrupuloso orden, una veintena de tarros de cristal. En su interior, como pequeños fetos, flotan los ojos de veinte mujeres. Ojos verdes, azules, algunos amarillentos, la mayoría marrones. Ojos temblorosos, titilantes, gelatinosos, obscenos, grotescos.

- Los muertos nos observan, Syd, ya deberías saberlo. Los muertos nos vigilan y luego gritan nuestros nombres. Por eso yo me aseguro de que me miren solo cuando yo quiero. La gente no sabe nada de esto. La gente entierra a sus muertos, pensando que así no les ven. La gente no escucha. Pasean sonriendo como estúpidos. Van a los centros comerciales a comprar con compulsión. Tienen hijos. Copulan como animales sin pensar en las consecuencias. La gente es repugnante, ¿verdad Syd? Pero tú y yo eso lo sabemos hace tiempo. Y vamos a poner remedio. Poco a poco… Los muertos gritan y patalean y nos miran con los ojos vidriosos… Pero yo controlo sus miradas y sus voces y ya apenas me molestas sus gritos por las noches… ¿Un poco de Bourbon, Syd? Claro que sí, viejo amigo.