El señor F. es un hombre normal. Viste un poco anticuado, con trajes de tweed pasados de moda. Algunos días de invierno lleva un sombrero de hongo un tanto ridículo. Le apasionan las películas de John Ford y de Sam Peckinpah. Acude cada martes a la biblioteca pública de su barrio y escoge libros de John Grisham y de Larry Collins y algunos tratados sesudos sobre el funcionamiento del cerebro. La bibliotecaria, una chica joven con la cara pálida y las ojeras marcadas, siempre le sonríe con amabilidad. Se podría decir que incluso con un poco de coquetería. La bibliotecaria ve algo atractivo y bestialmente sexual en los educados modales de internado inglés del señor F.
El señor F. tiene un perro llamado Syd Barrett. Es un Golden tuerto del ojo izquierdo que se mantiene alejado de todo el mundo y solo menea el rabo cuando su dueño le llena el recipiente del agua de bourbon dulzón. El señor F. le suele contar sus tribulaciones a la masa indiferente que conforma el bueno de Syd Barrett en su rincón.
- Los muertos hablan, Syd, viejo amigo. La gente cree que no, pero los muertos gritan. Claro que la gente es estúpida. Pero eso ya lo sabemos, ¿verdad Syd?
El señor F. es un hombre normal. Vive en un piso pequeño decorado espartanamente. Tiene un trabajo insignificante, sigue a un equipo de fútbol que nunca gana. Le gustan los domingos de lluvia, el vermú de grifo, los caracoles picantes. Disfruta con los fuegos artificiales, el sabor de los caramelos de cubalibre, los tejados de pizarra. Nada del otro mundo. Un tipo más como los cientos con los que nos cruzamos por la calle cada día. Nada de especial. Quizás el sombrero hongo y los trajes de tweed. Quizás el olor dulzón de los cigarrillos mentolados. Puede que un cierto interés desmedido y un tanto exótico por ciertos temas relacionados con el funcionamiento del cerebro o la anatomía cerebral humana. Pero nada que llame la atención en exceso. ¿Quién no tiene un hobby un tanto peculiar? Todos escondemos nuestras pequeñas aficiones de las que nos avergonzamos.
Al señor F. sus compañeros de trabajo le tienen un aprecio moderado. Sus vecinos le dan los buenos días educadamente. La bibliotecaria le sonríe coquetamente. Los niños que juegan al fútbol en la plaza le piden el balón con un por favor y un señor por delante. Callado. Tímido. Solitario. Pero totalmente inofensivo. Algunos domingos le veíamos pasear por el parque con un perro tuerto. No, jamás oímos ruidos extraños. Un poco raro, pero muy educado. Todo eso dirían sus vecinos en el telediario de las tres. Eso si algún día le atrapan, cosa harta difícil. Porque los muertos hablan, gritan, patalean; pero muy poca gente los escucha. El señor F. sí. Los escucha y los mira a los ojos. Frente a su sillón se amontonan, en escrupuloso orden, una veintena de tarros de cristal. En su interior, como pequeños fetos, flotan los ojos de veinte mujeres. Ojos verdes, azules, algunos amarillentos, la mayoría marrones. Ojos temblorosos, titilantes, gelatinosos, obscenos, grotescos.
- Los muertos nos observan, Syd, ya deberías saberlo. Los muertos nos vigilan y luego gritan nuestros nombres. Por eso yo me aseguro de que me miren solo cuando yo quiero. La gente no sabe nada de esto. La gente entierra a sus muertos, pensando que así no les ven. La gente no escucha. Pasean sonriendo como estúpidos. Van a los centros comerciales a comprar con compulsión. Tienen hijos. Copulan como animales sin pensar en las consecuencias. La gente es repugnante, ¿verdad Syd? Pero tú y yo eso lo sabemos hace tiempo. Y vamos a poner remedio. Poco a poco… Los muertos gritan y patalean y nos miran con los ojos vidriosos… Pero yo controlo sus miradas y sus voces y ya apenas me molestas sus gritos por las noches… ¿Un poco de Bourbon, Syd? Claro que sí, viejo amigo.