jueves, 30 de diciembre de 2010

Escohotado y la ley antitabaco


De la piel para dentro empieza mi exclusiva jurisdicción. Elijo yo aquello que puede o no cruzar esa frontera. Soy un estado soberano, y las lindes de mi piel me resultan mucho más sagradas que los confines políticos de cualquier país.

Anónimo contemporáneo


Con esta frase se abre el libro de Antonio Escohotado “Aprendiendo de las drogas” De hecho en muchos sitios le atribuyen esta frase al propio Escohotado. Leer a Escohotado no es simplemente recomendable: es didáctico, instructivo, gratificante. Es lo que suele ocurrir cuando lees a personas que saben de lo que hablan, pero además tienen la capacidad de explicarlo de tal modo que todos los demás también sepamos de lo que habla. Es lo que suele ocurrir cuando nos encontramos con personas que lejos de imponer su criterio a toda costa, están dispuestas a debatir y a cuestionarse sus propias creencias a partir de los argumentos que le ofrecen. Por desgracia, estas personas cada vez escasean más. O quizás no escasean, sino que simplemente no interesa oír su voz. O dicho de otro modo: son personas que no venden, que no llenan audiencias, que no utilizan los gritos para imponerse sino la fuerza de las ideas bien expresadas y correctamente argumentadas.

El otro día estuve releyendo el citado libro “Aprendiendo de las drogas” Cuando leí está frase inicial, en seguida me vino a la mente la ley antitabaco que entra en vigor el próximo día 2 de Enero.

No quiero entrar a juzgar si la ley es justa o injusta. Ese me parece un debate absurdo y estéril. Seguramente los fumadores (como es mi caso) la consideren injusta y los no fumadores una bendición. Porque en cuestión de leyes, cada uno solemos arrimar el ascua a nuestra sardina. Es decir normalmente una ley nos parecerá mejor o peor en la medida en que nos afecte. En este caso a mi me afecta directamente. Pero no me quiero centrar en eso. Me gustaría centrarme en dos cuestiones que me parecen más importantes que esta ley en concreto.

En primer lugar la falta de sentido común. Las leyes surgen allí donde el sentido común no parece ser suficiente. Cuando hablo de sentido común en este caso, me refiero a lo que podríamos llamar normas sociales. Normas que no están escritas en ningún lado, pero que el grueso de la sociedad solemos seguir para poder convivir. Cuando estas normas sociales no se cumplen o no parece haber un consenso, entonces es cuando intervienen nuestros inefables gobernantes para decirnos que debemos hacer. En el caso concreto del tabaco, a mi modo de ver, el sentido común debería ser suficiente. Pongo un ejemplo. El debate se está centrado en la prohibición de fumar en los bares. Imaginad que yo estoy en un bar o restaurante y me enciendo un pitillo. Al poco tiempo de encenderme un cigarro, se me acerca un señor a mi lado y me pide por favor apagar el cigarro porque el humo le molesta ¿De verdad alguien piensa que yo no lo apagaría? ¿Alguien no lo apagaría o, al menos, se retiraría a un lugar más alejado para no molestar? Yo creo que no. En este caso hay una variable fundamental: cómo te hagan la petición. Si te lo piden de manera educada, si tú piensas que es una petición razonable, si hay alguien más fumando o estás fumando tu solo. Son cuestiones a tener en cuenta. Si todas esas variables apuntan a la dirección adecuada, el conflicto, creo yo, no se produciría.

¿Por qué entonces legislar este aspecto? Pues porque las peticiones no siempre son educadas, porque los fumadores no siempre se ponen en la piel del otro. Porque, en definitiva, hace tiempo que el sentido común, la educación, las buenas formas, la empatía hacia el otro, parecen haber sido desterrados de gran parte de la sociedad.

La otra cuestión que me preocupa sobremanera, es la forma de actuar de los gobiernos, de todos o la mayoría de los gobiernos occidentales. Una de las muchas cosas atroces de las dictaduras es el control férreo que los gobiernos llevan a cabo sobre los ciudadanos. Se controla la forma de actuar, de pensar, incluso de vestir. Nadie se puede salir del redil marcado por el gobierno dictatorial de turno. Se supone que en las democracias nada de esto ocurre. Hay libertad en todos los sentidos. Cada día podemos comprobar cómo se justifican exabruptos y barbaridades con eso tan ambiguo de la libertad de expresión. Y sin embargo, a mí me parece que la libertad cada vez es menos. Y no toda la culpa es de los gobiernos. De hecho, creo que la mayor culpa es de los ciudadanos. Es como si cada vez que existe un conflicto, por pequeño que esta sea, todos miremos a papá Estado para que nos saque las castañas del fuego. Los ciudadanos de las democracias occidentales, o al menos es lo que parece ocurrir en España, nos comportamos como niños traviesos que cuando se meten en un lío corren lloriqueando a esconderse bajo las piernas de papá, esperando a que éste solucione el problema ¿Qué consecuencias tiene esto? Pues que el Estado cada vez tiene que intervenir más y más, y cada vez en asuntos más nimios. Basta que un pequeño colectivo alce su vocecita impertinente sobre un problemita, para que de todas partes salgan voces pidiendo la inmediata acción del Gobierno de turno. Parece que no nos damos cuenta que a mayor número de leyes, menor libertad. Cuando la verdad, la única verdad, es que con sentido común y buena educación muchas de las leyes serían innecesarias.

Pero bueno. A partir del día 2 de Enero, los fumadores nos reuniremos en las puertas de los bares a fumar el veneno que el Gobierno nos vende (que esa es otra: cada vez ponen más difícil fumar, pero los impuestos que ganan de la venta de tabaco sostiene medio país) No pasa nada. Charlaremos en la calle, pasaremos calor en verano y frío en invierno. Algunos lo dejaran, otros lo intentarán y otros muchos seguirán como hasta ahora. Porque al final a todo nos acostumbramos. Mansos corderitos que siguen el camino de baldosas amarillas marcado por los que mandan. Menos mal que nos quedan tipos como Escohotado.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Casavella


Francisco Casavella murió demasiado pronto. O quizás fue que yo descubrí su existencia demasiado tarde. Sea lo que sea, 46 años parecen muy pocos.

Francisco Casavella dejó unas cuantas novelas interesantes y una novela superlativa y mastodóntica (en calidad y en tamaño): El día del Watusi. Y dejó además la sensación de que lo mejor estaba por venir.

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A veces las entrañas repletas de chips de nuestros ordenadores nos traen regalos inesperados. Hace poco encontré por casualidad entre montones de archivos acumulados durante años, un artículo de Francisco Casavella. Ni siquiera sé cómo llegó hasta mi disco duro. Lo único que sé es que lo leí dos veces. Lo único que recuerdo es que me dejó una lágrima extraña colgando del ojo, sin saber muy bien qué hacia allí. Aquí lo dejo. Los melómanos, todos los frikis de la música, creo que entenderán el porqué de la lagrimilla.

“El diablo en la canción” por Francisco Casavella

Sólo el tiempo cuenta, el tiempo de verdad, el martillo de las ilusiones, el que pulveriza los ritmos y las melodías de la canción. Porque siempre hablamos de "canciones para el recuerdo" como si fuéramos Julie Andrews como una pídola en lo alto de las montañas berreando The sound of music. Pero ¿qué fue de nuestras canciones? ¿Por qué no puedo ver el documental sobre Joe Strummer si sé que cada minuto va a lijarme el alma con el recuerdo de todo lo que en realidad no fui, de lo que en realidad no hice, de lo que en realidad no sucedió en esta ciudad donde entonces y ahora se podía y se puede oler mierda bajo las calles? No, no puedo ver el documental sobre Strummer y pienso, contra lo que se suele suponer, que los nostálgicos -mis antagonistas- son en realidad gente dura, monolitos que pueden escuchar las canciones sin que les evoquen resacas, desamores, sábanas sucias, muertos, cenizas

... Y veo a los protagonistas del asunto, a John Lydon, alias Johnny Rotten, llorando al final de La mugre y la furia, el documental sobre los Sex Pistols, todo aquel cinismo, toda aquella provocación, ahora sólo lágrimas amargas... Y leo en Por favor, mátame la tristeza oceánica que subyace en el relato de Jerry Nolan sobre su primer concierto -Elvis en Hawai, nada menos- y el futuro batería de los New York Dolls y de los Heartbreakers sólo se puede fijar -en medio de una extraña fascinación- en el agujero que Elvis tiene en la suela de uno de sus zapatos. Y veo al mismo Strummer en el documental sobre la historia de The Clash también llorando -y amargamente-, no por lo que pudo haber sido y no fue, sino por lo que nunca pudo ser ni será. Es el tiempo y el diablo en las canciones.

Los grupos buenos: ¿quién puede oír a los Ramones, a Television, a Eddie and the Hot Rots, a los Jam, a Brinsley Schwarz, a los Modern Lovers, a los Fleshtones o a, ¡premonición!, Richard Hell, sin dejar de pensar: ¿esas canciones son yo mismo ahora, esa coliflor que te mira en el espejo son aquellas canciones y quizá la culpa no sólo sea mía? Y aunque la culpa sólo es mía quiero creer que los predicadores sureños tenían razón: es la música del infierno.
Y de pronto, estás en una barra, o en una estación de metro, o en un taxi, y por la estridente radio emiten una melodía de hace treinta años que nunca te llamó la atención, algo banal, sin historia, sin halo, sin recuerdo - Stevie Nicks cantando Dreams, por ejemplo-, y esa canción que quedó en el limbo de lo inocuo llega a las entrañas como un punzón y, misteriosamente, cura y susurra que hubo una vez algo tan fascinante como el agujero en la suela de Elvis en medio de toda esa autocompasión que ahora te acosa, estúpida y retorcida como un sacacorchos.

Y entonces te consuelas porque todo sigue del revés en un mundo que puede ser próspero para extravagantes más jóvenes, y las lágrimas salen sin duelo, sin amargura, corriendo.

PD: Curioseando he encontrado el lugar de donde saqué el artículo. Es un blog que recomiendo encarecidamente, Fuera en las calles. Dejó el link por si le interesa a alguien.

http://fueraenlascalles.blogspot.com/

viernes, 17 de diciembre de 2010

Empezando (El trastero)

¿Qué hacer con lo que nos sobre? Al trastero.

Todos los cachivaches inútiles que ya no usamos, pero que guardan, entre las capas de polvo acumulado durante años, el recuerdo imborrable de los buenos momentos vividos.

Ahora que vivimos para acumular, Diógenes de nuevo siglo recién afeitados, los trastos se nos antojan imprescindibles. Y eso es lo que vamos a hacer: acumular.

No todas las frases acaban en los libros. No todas las historias tienen un final. No todas las declaraciones de amor terminan en los oídos de la amada. Las frases más ingeniosas a veces no logran sobrepasar la frontera mugrienta e impenetrable de las paredes de los cuartos de baño. Los aforismos profundos no siempre llegan a aparecer en compilaciones que compran con entusiasmo en el círculo de lectores amas de casa aburridas y ávidas de la cultura que les ha sido negada por los otros y por ellas mismas.
Algunos proverbios y refranes jamás acaban en los márgenes dorados de agendas con tapas de piel que se regalan a los clientes importantes por Navidad.
Pero aquí van a caber todos. Ilustres e ignotos. Propios y ajenos. Chistosos y solemnes. Artículos de periódicos que nadie leyó, frases de libros que nunca se vendieron, ocurrencias de bohemios de esquina, canciones olvidadas...

Un trastero de ideas, un sótano de reflexiones, un desván apenas iluminado en el que las historias que murieron casi antes de naces tengan una segunda oportunidad.